Creo que, a estas alturas de la película, no es un misterio que me gustan las flores. Mi madre siempre me recuerda que, cuando era pequeña, nunca se me ocurría regar las suyas; pero ahora me digo que, aunque haya llegado más tarde mi afición, la he heredado claramente de ella. De hecho, tiene una terraza preciosa repleta de flores y no quiero pensar cómo sería si tuviera un jardín…
A veces me siento un poco culpable de no pasar más tiempo con Inés cocinando o haciendo manualidades, pero, después de darle muchas vueltas a la cabeza, he llegado a la conclusión de que cada padre es distinto y que lo importante no es la actividad que hagas con tus hijos sino que lo que hagas lo hagas a gusto; que disfrutes de la actividad tanto como ellos. Lo esencial es compartir y, de ser posible, transmitirles nuestro amor por las cosas que nos gustan.
Eso es al menos lo que me digo para reconfortarme a mí misma frente a mi desgana culinaria y eso intento hacer con Inés.
Creo que he logrado transmitirle ese amor por las flores. Siempre que se va de paseo vuelve con un ramillete de flores silvestres para mí, ya os hablé de los campos de flores en libre servicio a los que solemos ir y otra de las actividades que hemos oficializado en la familia es ir dos o tres veces al año al vivero juntos para comprar flores y verdura para plantar en nuestro minihuerto (1 m2 para ser exactos).
Las fotos que os enseño son del vivero más conocido de la región en la que vivimos: Schilliger. Es espectacular por lo grande que es, la variedad de flores, plantas y árboles frutales que tiene y por tener dentro un parque para los peques.
Siempre que voy acabo comprando algún rosal inglés más y mis peonías, que tantas satisfacciones me dan, vienen de ahí.
Os dejo con las fotos y os invito a visitar los viveros que tengáis cerca de casa. Siempre es un regalo para los sentidos y es una actividad familiar diferente.
Adoro ir a Schilliger y perdernos ahí. Cada estación tiene una magia especial, como tus tus fotos.